III

Día 59 tras el Apocalipsis

No podía caminar mucha distancia antes de tener que darse la vuelta y volver por dónde había venido. No había más remedio; al fin y al cabo, tampoco había mucho espacio por el que pasearse.

“Como si no fuese suficiente la sensación claustrofóbica que reina aquí adentro…”

No llevaba ni medio año en el refugio y ya empezaba a sentirse hastiado, agobiado, encerrado. Que fuera en esos momentos uno de los sitios más seguros de la tierra estaba claro… pero costaba mucho mantenerse cuerdo en un espacio tan reducido, y eso que ni siquiera llegaba al setenta por ciento de su capacidad. Además, la sensación de soledad era lo peor: la mayoría de los habitantes estaban aún demasiado dolidos por tener que haber dejado a sus seres queridos y sus bienes más preciados atrás: a otros aún les duraba el shock de verse sorprendidos por algo que nunca hubiesen imaginado que llegaría a pasar… “¿Y en cual de los dos grupos estoy yo?”

Recordó lo que solía decirle a su madre. “No pasará nada, mamá. Ya viste lo de Iraq y Afganistán. Además, papá y tú sobrevivisteis a una dictadura y un intento de golpe de estado, ¿no?”. A su padre nunca tuvo que convencerle de aquello, sospechaba que en el fondo pensaba lo mismo. El viejo estaba más preocupado por la situación económica familiar que de otra cosa… “¿Cuándo terminarás la carrera?”, solía decirle…

Percibió la ironía que tenía todo aquello. “Rayos, sólo me faltaba el proyecto, y ahora llega toda esta mierda y manda a tomar por culo todos mis planes…”. Sus planes eran terminar ciencias audiovisuales y dedicarse a la industria del cine, y con suerte, trabajar en el extranjero… “Pero ahora ya no. Oh, cielos, esto que está pasando parece de película…”

Volvió a sorprenderse de la ironía del destino y no pudo evitar soltar una carcajada.

-¡Eh, tú! ¿Qué es tan gracioso?

El que dijo aquello era un hombre cuya edad no pudo determinar: por su ropa, su forma de moverse, y su pose no podía ser muy mayor… pero su voz, rasposa como una lija de herrero, y su rostro, demacrado y ojeroso, parecían decir lo contrario… “Un yonqui”, pensó, “o tal vez un antiguo vagabundo.”

Pero la vieja y descolorida camiseta de los Sex Pistols descartaba lo segundo.

-Nada, es sólo…-Le había respondido sin darse cuenta- ¿No te parece que todo esto es como una broma muy pesada?
-¡Ja! Vaya que sí. Es una de las mayores de bromas de la historia. De hecho, para mí el mundo es la mayor broma que se haya hecho jamás. Soy Julián.
-Hola Julián –Le dio la mano.
-Hola, tío… ¿Cómo lo llevas?
-Con el poco tiempo que llevamos aquí, ya estoy empezando a volverme loco.
-¿Sólo eso? No sabes lo que es estar con el mono y que no haya nada para quitártelo.
“Lo sabía…”
-Uf, calla…
-¡No, en serio! Aquí abajo ni siquiera hay cervezas. ¿Qué clase de mundo será el de mañana, si no hay cerveza?
-Oh, dioses… ni siquiera había pensado en eso. Ni vino, ni cerveza, ni marihuana, ni nada…
-¿Vaya, tú fumas?
-Bueno, sí… más bien fumaba. –No dijeron nada por unos momentos, como si cada uno guardase luto por cada vicio que nunca podría volver a disfrutar.
-Me parece que todo eso se nos ha acabado –Julián fue el primero de los dos en romper el silencio- Nos espera un futuro realmente duro…
-Julián… ¿Estás… aquí tú solo?
-Bueno, estoy hablando contigo.
-No, me refiero a… si hay algún familiar o amigo aquí… contigo, en el refugio.
-Mmm, no. Mi padre murió cuando yo era un chaval, y ya hace mucho que no sé nada de mi madre… La mayoría de mis colegas han ido muriendo conforme pasaron los años, muchos de ellos tras toda la mierda de los últimos dos años. Así que no, supongo que conmigo no hay nadie. Supongo que he pasado desapercibido por aquí tanto tiempo por que aún estaba flipando con todo lo que ha pasado.
-Bueno, al menos ya me has conocido… Supongo que, si no nos quedan ni colegas, ni familia, ni drogas, al menos tendremos gente con la que pasar lo que nos queda para los restos, ¿no?
-Eso espero colega, eso espero… ¿Vamos a dar una vuelta?
-Claro.

Siempre, o al menos desde que tuvo noticia de ellos, se había imaginado los refugios como sitios oscuros y de pasillos estrechos, pero parece que se equivocaba… al menos, con en el que estaban ahora. Julián y él paseaban por un pasillo amplio, de unos cuatro o cinco metros de ancho, y aquel era uno de los estrechos. En el techo había ojos de buey movibles que iluminaban todo con sus bombillas de luz de xenón, de esas que si las miras directamente te quedas cegado por unos momentos. No se veía a nadie más andando por ahí, pero desde detrás de alguna puerta les llegaba el sonido de alguien hablando, sollozando, o incluso rezando.

-¿Y cómo es que terminaste aquí tú sólo? –Preguntó Julián.
-Bueno… aquí arriba había un parque, ¿no?
-¡Ja! Pues sí. De hecho, yo estaba en el parqué ése pintándome una puntita… pero sigue contando.
-Bueno, pues resulta que estaba con mis colegas en los bares tomándonos unas cañas, y tuve que dejarlos por un momento para bajar hasta aquí… al parque, quiero decir. Fue entonces cuando sonaron las sirenas y…

Las luces se fueron en ese preciso instante. Fuera lo que fuese lo que provocó el apagón, sonaba como si un pájaro carpintero gigantesco golpeara con su enorme pico metálico el diminuto refugio escondido bajo tierra.

-¡Eh! ¿¡Qué cojones es ése ruido!? –Gritó Julián tapándose los oídos con las manos. Aquellos espantosos golpes eran ensordecedores.

Intentó ver a un lado y otro del pasillo, buscando a alguien que saliera de su habitación para hacer algo, alguien que supiese que había que hacer…

Pero no vio nada. Estaba todo demasiado oscuro.

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Día 382 tras el Apocalipsis


Estaba todo muy oscuro.

Aquella noche, la luna había decidido que no tenía bastante dinero para salir, así que prefirió dejar como reinas del cielo a las millones de estrellas que contemplaban, de forma silenciosa, el incansable avanzar del Caminante.

Una de las cosas buenas… o mejor dicho, una de las cosas que no consiguió destruir el Apocalipsis, fue el cielo. Cuando en las ciudades aún vivía gente, las miles de luces que se encendían a nivel del suelo hacían imposible la mayoría de veces el poder contemplar los astros durante la noche, con luna o sin ella. Sin ninguna bombilla que arrebatara la oscuridad de la noche, era muchísimo más fácil disfrutar de aquel espectáculo.

Pero el Caminante no estaba por la labor de disfrutar.

El puerto de montaña por el que llevaba ya cinco días andando, empezaba a hacerse eterno. Cuando leía libros, es decir, cuando habían libros para leer, los pasajes que se le hacían más aburridos era cuando los protagonistas tenían que cruzar por un sitio así… hasta que, de repente, aparecía algún problema que hacía despertar al lector. “Pero claro, en aquellos libros normalmente habían habitantes en la montaña de todo tipo, desde animales salvajes, pasando hasta bárbaros, pasando por bandidos, guerrilleros, una roca suelta o cualquier otra cosa…”

“Pero aquí ya no queda ningún rastro de vida, exceptuándome a mí. Y me temo que dentro de poco, ni eso.”

Las noches en las tierras baldías eran frías, como en los desiertos. Además, en aquellas malditas montañas el viento soplaba de forma cruel, como si el mismísimo invierno se hubiese empecinado en quedarse a vivir en aquellas alturas, echando a los vecinos no deseados a base de soplidos.

Aunque el frío no era la mayor de sus preocupaciones. Se encontraba mareado, enfermo y harto de tanto andar. Notaba que le quedaba muy poco tiempo para desfallecer y caer al suelo, estampando su cara contra él. “Oh, mierda… De esta no salgo vivo. No habría valido la pena ni salir corriendo del cráter, yo… Sólo por acercarme, no habría tenido ninguna posibilidad, ni aun yendo en un cohete para escapar.”

Pero había que seguir hacia delante, siempre al frente, sin importar lo cansado o enfermo que se encontrase uno. Ahora ya no para sobrevivir, si no para ver un rostro humano antes de irse al otro mundo…

Sus esperanzas de llegar al pueblo que prometió la carta de la aldea abandonada se escaparon al tercer día tras salir de allí. Aunque el puerto no parecía nada del otro mundo, la verdad es que pronto se dio cuenta de que en realidad era un paso abierto entre el espinazo de roca para dejar pasar una autovía, o similar, ya que los vados de roca cortada eran muy anchos entre sí… En un vehículo habría recorrido aquella distancia en una hora y media, o dos horas como mucho. Pero teniendo en cuenta que no tenía ninguno, y que demás en algunos puntos había que dar un rodeo (como en algún que otro puente que se había derribado, o tramos en los que el asfalto ya no existía)… su marcha se vio mucho más ralentizada de lo normal. Llevaba muchos kilómetros pasando entre montañas, casi siempre subiendo, y bajando apenas unas pocas veces, sin llegar a ningún sitio en concreto.

“Teniendo en cuenta que, según la carta, el Comerciante llegó allí en seis días… ¿Debe de ser éste el camino, o puede que fuera por otro sitio?”

“¿Y si he tomado el camino que no era…?”

Se detuvo en seco. El pánico se apoderó por unos momentos de su ser. Equivocarse de camino para irse en otra dirección, o peor aún, en sentido contrario, era lo único que le faltaba. “Cielos… ¿Porqué me pasa esto a mí? ¿No podría haberme quedado fuera del refugio?”

Miró a las estrellas en busca de una respuesta. Ellas sólo le contestaron con su silencioso y parpadeante brillo. Inclinó un poco más la cabeza, y vio que hacia el este, el cielo empezaba a volverse más luminoso y a tomar cierto color azulado. “Está amaneciendo…”. Siguió la mirada hacia abajo, buscando el horizonte. Vio que la antigua autovía se escondía tras la cima de una de las montañas. Detrás sólo estaba el cielo.

“¿Querrá decir eso que la subida termina allí…?”

No parecía estar muy lejos, así que empezó a moverse. Cuanto más se iba acercando, el cielo más se iluminaba, justo en aquella dirección. El sol se estaba despertando, y su brillo se hacía cada vez más patente.

“Y no hay más montañas detrás.”

Por fin llegó a la curva de la cima. Se fue hacia el lado que miraba directamente hacia el este, y contempló el paisaje. Ante él, las montañas seguían avanzando hacia el este, y luego empezaban a torcer lentamente y con calma hacia el norte. En la falda de las montañas se extendía una planicie de suaves ondulaciones, con alguna colina algo tímida que se alzaba de vez en cuando por aquí y por allá. “No veo nada aún…”

Hacia el levante, el Sol seguía poco a poco con su salida matinal. Cuando sus rayos empezaron a iluminar el mundo tras la oscura noche, una larga sombra, como una saeta que apuntaba directamente al corazón del astro rey, se proyectó extendiéndose hacia el oeste, señalándolo directamente. En la punta de la larga sombra, había una edificación redonda, como una cúpula, con algunas construcciones más pequeñas a su alrededor.

“La aldea…”

Sus energías volvieron a él, o casi. Empezó el descenso lo más rápido que pudo. Muchas veces tropezó y a punto estuvo de caerse, pero no tenía tiempo suficiente para besar los guijarros del suelo y dejarse caer. Abajo, abajo, abajo. Las arcadas le subieron más de una vez por el trepidante ritmo de su carrera. Estaba más mareado que nunca, la cabeza le daba vueltas de una forma caótica, todo a su alrededor era confuso, una mezcla indefinida de formas y colores parduzcos.

El último trozo de la autovía, o de lo que quedaba de ella, no estaba tan intransitable como todos los quilómetros anteriores, por lo que pudo bajar más deprisa… si no desfallecía antes. Pero esos pensamientos ya no existían en su mente, tan solo el de llegar a la aldea. Atravesó la llanura, mientras el sol seguía su ruta por el cielo, ahora ya completamente fuera. Empezó a soplar el viento, al principio con calma, y luego con más fuerza.

“El viento… tengo que darme prisa. Se podría levantar una tormenta en cualquier momento.”

Cuando estaba a mitad de su camino, ya en plena mañana, el destino, o tal vez el clima, decidió que era hora de gastarle la broma que correspondía a su situación. Las fuertes ráfagas empezaron a darle bofetadas de arenas y polvo, cegándole, y oscureciéndolo todo a su alrededor. La aldea desapareció de su vista. “¡No, no, nooo…! Sigue adelante, debes seguir adelante, ahí es dónde te esperan…”. Siguió avanzando, pese a los crueles latigazos del temporal. “Adelante, adelante… ahí es dónde está…”.

Y por suerte para él, empezó a vislumbrar la silueta que vio antes desde lo alto de la montaña; la semiesfera (que ahora era lo más parecido a un viejo silo de grano) junto a las demás construcciones, más pequeñas a su alrededor. Haciendo un esfuerzo, llegó a la altura de la aldea… pero allí no había nadie.

“Están todos refugiándose de la tormenta, seguro. Debe ser eso… debe serlo…”

Miró a su alrededor. Tenía al batería de un grupo de rock metido en la cabeza, y no pudo evitar escupir un poco de vómito al pararse… Pero se obligó a mantenerse firme y observar bien. Las casitas de aquel pueblo eran construcciones de piedra y adobe, bastante antiguas, y había muchas pegadas las unas a las otras. Todas tenían las puertas y ventanas cerradas, y no se veía ningún signo de vida que provenía desde dentro… excepto del edificio grande que se alzaba un poco más apartado, pero en una posición predominante en el pueblo. Cuando lo vio de cerca, no cabía la duda de que era un antiguo granero, con las blancas paredes pintadas con cal, ahora mayormente desconchadas y amarillentas. No habría entrado, de no ser porque…

“Hay luz dentro.”

Se dirigió corriendo a la semiesfera que era el granero. Empujó con fuerza las puertas dobles de madera astillada, pues el tiempo había oxidado y endurecido las bisagras de hierro. Cuando entró, miró a su alrededor.

Dentro había un grupo de gente sentada, en viejas sillas de madera algunos, o en barriles o piedras el resto, todos mirando hacia el centro de la sala. Allí, de pié, había un hombre de mediana edad de tez morena, con el pelo corto, negro y muy ensortijado. Parecía estar diciendo algo importante hasta que se abrieron las puertas, momento en el que él, y todos los demás ocupantes, se dieron la vuelta para mirar con estupor al recién llegado visitante.

-¿Pero qué…? –Empezó a decir el hombre del centro con los ojos abiertos como platos.
-Oh… ¡joder! –Dijo el Caminante- Pensaba… que nunca… llegaría…

El mareo se subió a la cima de su cabeza y la coronó. El suelo subió rápidamente hacia él para darle una embestida de dura piedra, pero no lo llegó a notar. A su alrededor, todo se volvió negro…

Todo era de color negro…
2 Responses
  1. Anónimo Says:

    Por momentos, en mi opinión, el texto se ve atomizado con cortes que podrían remediarse con nexos para hacer párrafos unificando ideas. En cuanto a los diálogos, prefiero que hayan pocos, pero si los hay que estén bien dosificados: síntesis, diálogo, síntesis diálogo, síntesis, diálogo, y así. Teoría literaria básica. Y los diálogos, mientras más cortos y oportunos, mejor, y si son largos, que los personajes no hablen grandes chorizos tras chorizos.

    Buena obra Parragas. Una post apocalíptica nunca deja de ser una buena idea, siempre que no se vuelva muy Hollywood.


  2. PrrrK_03 Says:

    Sí, me dí cuenta de que "los párrafos eran demasiado cortos". Con los diálogos creo (pero sólo creo) que el problema se ha dio solucionando poco a poco conforme he escrito más episodios. De hecho estoy pensando en reescribir por completo los 2 primeros episodios, ya que no estoy muy satisfecho con ellos: el problema es que me da miedo que se pierda el espíritu con el que arranca la novela. Con el resto de episodios estoy bastante contento; hay algunos que los leo y me da la impresión de que me va a ser casi imposible mantener el nivel a lo largo de la historia de Maitreya...

    Y sobre los diálogos, no me gusta que haya pocos, ya que si voy a contar una historia desde un número muy limitado de puntos de vista, necesito reflejar de alguna forma la personalidad de cada personaje... ¿Y qué mejor forma de hacerlo que mediante los diálogos?


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Maitreya por David Pàrraga Sanfèlix se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 3.0 Unported.
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